PRT. LAS CONDICIONES PSIQUICAS DE LA LUCHA DE CLASES EN LA ÉPOCA ACTUAL

PRT. LAS CONDICIONES PSIQUICAS DE LA LUCHA DE CLASES EN LA ÉPOCA ACTUAL

Comentario Previo

Los compañeros del PRT ya nos tienen acostumbrados a los artículos con precisión en todos los aspectos que ellos tratan a través de sus órganos de difusión como en El Combatiente, su página oficial o como en este caso en La Comuna. Son, como se supone, artículos que hacen pensar y a la vez recuperar elementos para hacer más eficaz la lucha diaria como para comprender la esencia del enemigo de clase, cuál es, el sistema capitalista-burgués. En este sentido el factor psíquico, ideológico salta como fundamental y de primer orden su comprensión. La lucha revolucionaria es también, o esencialmente, ideológica. Es esta junto a los aparatos represivos lo que mantiene al monstruo en pie.

LAS CONDICIONES PSÍQUICAS Y LA LUCHA DE CLASES EN LA ÉPOCA ACTUAL

 “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes.  Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces.  Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.” (del Manifiesto Comunista)

Sabemos que el Estado, en tanto organismo de dominación de clase, está conformado por una serie de instituciones, siendo él mismo una institución.

A su vez, estas instituciones funcionan en virtud de la existencia de innumerables dispositivos, discursivos y no discursivos, y es a través del funcionamiento de estas instituciones que el Estado utiliza sus aparatos represivos, (y todos sus recursos) al servicio de la clase que ejerce la dominación. La cuestión central, entonces, que debemos discutir, pasa a ser la del ejercicio del poder. Las redes del poder se interconectan, atraviesan el conjunto de la malla social, transmiten los mismos mensajes, las ideas de la clase dominante, a través de esos dispositivos que encontramos en las instituciones.

El Estado cumple una función esencial ya que domina el resorte, justamente, de los aparatos represivos más eficaces: la policía, el aparato judicial, la legislación, el ejército, las medidas administrativas, (es decir la burocracia), todo lo cual se usa en contra de los trabajadores y el pueblo. 

Hablamos de la potencia del Estado, y no en vano sostenemos que los Estados son piezas esenciales del capital monopolista, por eso hablamos y caracterizamos la etapa actual del sistema como la de un capitalismo monopolista de Estado. Las manifestaciones de su poder son, digamos, casi infinitas.

Hablamos del poder de represión, pero también tenemos que referirnos a su poder ideológico: el Estado transmite ideología, la ideología de la clase dominante, la burguesía. Y la transmite a través de esas redes del poder que se van entretejiendo en todos los vínculos sociales, institucionales, familiares, escolares, redes que poseen un alcance totalizador. La educación, por ejemplo, la educación oficial, tanto pública como privada, se constituye en un claro ejemplo del poder del Estado; éste transmite un saber, por intermedio de un conjunto de dispositivos que se utilizan en la escuela, en el secundario, en el terciario, en la Universidad. Ese saber repite el fragmento o los fragmentos discursivos que resultan necesarios para que la sociedad funcione de una determinada manera, en virtud de las relaciones de producción que en esa sociedad están establecidas, y que funcionan de manera dinámica: la dinámica de la lucha de clases.

El saber transmitido apunta a garantizar la opresión y la explotación de una clase sobre la otra. (“formando” mano de obra barata, esclavitud asalariada).

Pero el poder del Estado (en virtud de aquella dinámica) no es omnímodo; la clase oprimida y explotada también construye y ejerce un poder, que se opone al poder del Estado y de los intereses que éste defiende.

El saber que se transmite a través del sistema educativo, podrá ser más o menos moralista, más o menos tolerante, podrá estar aggiornado a una época determinada, pero nunca va a ir más allá de su objetivo fundamental, que es el de transmitir la ideología de la clase dominante. Lo fundamental está en el núcleo de esa transmisión de saber.

Y el texto grabado a fuego en el núcleo sostiene con vigor que lo más importante que se debe aprender en la escuela es que el orden establecido no debe modificarse. Es decir, mientras la clase dominante ejerce su control y su dominación, todo lo que se enseñe, todo el saber contenido en diversidad de dispositivos discursivos y no discursivos, va a repetir los mismos fragmentos, los mismos movimientos, las mismas consignas que, por más vueltas que le demos al asunto, apuntan siempre a lo mismo: el obrero es obrero, el asalariado es el asalariado, y las condiciones de vida son éstas.

Pero prestemos atención. Aquí no hay que confundirse: porque el proceso educativo es dinámico. (al igual que la lucha de clases). Es decir, la intención de sostener una linealidad repetitiva está presente en ese discurso “oficial”, pero también es cierto que el sujeto (entendido en tanto individuo y no como sujeto social), partiendo de ciertas herramientas que ese discurso brinda sin quererlo, construye un saber alternativo, diferente, que no responde punto por punto al propósito original, el propósito de lo que podemos llamar la máquina cultural. ¿Cuál es su ideal? Que el sistema jamás sea puesto en cuestión. Que el orden establecido no sea alterado de ningún modo. Que la máquina funcione a la perfección, y que la escuela transmita el saber necesario para que los sujetos se conviertan en engranajes de la máquina cultural.

Pero eso es imposible. La cuestión es que el sujeto que aprende, y por ende la sociedad en la que se mueve, encuentra grietas generadas por las condiciones de la lucha de clases.

Y también es cierto que, en este aspecto, debemos nuevamente realizar el esfuerzo de no caer en la confusión: no creer, por ejemplo, que el sistema oficial nos brinda herramientas para la transformación social de modo sincero, desinteresado, apolítico; creer, por ejemplo, que cuando nos enseñan acerca de los derechos humanos (y nos referimos claramente a la enseñanza burguesa) realmente están preocupados porque esos derechos sean ejercidos.

Muchas veces, estos elementos “progresistas” que se incorporan a la educación no son más que barreras para contener un eventual proceso revolucionario. Ese es el gran temor de la clase dominante, y por ello prefiere que el pueblo pelee por sus derechos, (lo cual por supuesto resulta muchas veces necesario desde el punto de vista de la clase explotada) antes que de que se organice para tomar el poder. En este sentido, el sistema puede tolerar la protesta, el cuestionamiento, el reclamo “humanista”, pero jamás va a tolerar la revolución.

Nos hemos referido a la incidencia del sistema educativo (en términos generales) y la familia, desde ya, es parte de ese sistema, ya que se constituye en instancia de transmisión de valores, ideas, saberes, concepciones del mundo, que han sido en definitiva adquiridas en la escuela e inoculadas por los medios de comunicación.

Pero no perdamos de vista algo fundamental: existe el saber obrero, el saber de la clase, no es unidireccional el mecanismo que propone la burguesía para sostener su dominación. Justamente, si así fuera, no existiría la lucha de clases, la lucha por el poder.

La cuestión central es la de qué grado de organización va adquiriendo la clase desposeída, que marcha al ritmo de la elevación de la conciencia de clase.

Pero, el capitalismo cuenta con una herramienta interesante, novedosa en la historia de la humanidad, que hasta ahora le viene funcionando muy bien: se llama la axiomática.

Es una especie de cifrado, de cálculo que le permite ir agregando elementos aparentemente disruptivos que, gracias a ese mecanismo, terminan siendo incorporados a la lógica general del sentido.

Y así, la máquina cultural del sistema, que aparentemente parece ser afectada por algo, vuelve a echar a andar.

Esto permite, por ejemplo, que ciertos partidos políticos que pudieron sostener de manera legítima sus banderas revolucionarias, terminen en claras posiciones reformistas. Existen montones de ejemplos. En el Manifiesto Comunista se señala:

“La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes.  Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces.  Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.”

Por lo tanto, esa dinámica (que se asienta en los procesos de cambios que se operan en la base material de la sociedad) le permite al sistema y a la clase en el poder “jugar” con esta axiomática, transformando lo aparentemente revolucionario en algo que en definitiva termina siendo absorbido por el discurso oficial, acomodado, es decir, se adiciona como un elemento más que, al fin de cuentas, no conmueve en nada al funcionamiento general. Pero, nada es para siempre, y ese mecanismo tampoco es eterno.

Por ejemplo, puede haber una manifestación y un reclamo referido a las condiciones de las prisiones: la máquina cultural va a llevar ese reclamo al terreno del humanismo y posiblemente esas condiciones sean mejoradas.

Pero jamás va a tolerar que se ponga en cuestión la existencia misma de la prisión, porque eso sería ya parte de un movimiento revolucionario. Siempre el sistema va a apuntar a lo mismo, a transformar y reabsorber cualquier proceso instituyente, hacerlo funcionar en la lógica de lo instituido.

Pero si esto no fallara, no podría jamás existir un proceso revolucionario. Estamos hablando de las condiciones psíquicas, de las disposiciones que operan en nuestro pensamiento, de la lucha interna que nos atraviesa, y que es también condición necesaria para que aquél proceso se desarrolle y triunfe. Esto que aquí estamos tratando forma parte de las condiciones subjetivas.

¿Qué se le ha escapado ahí al sistema para que haya “pasado” esta falla?

Es que existe un proceso subjetivo, algo que se opone a la hegemonía del discurso impuesto, una construcción del pensamiento que puede elaborar y transformar herramientas ya existentes, y crear otras nuevas, y dirigirlas hacia otro lugar.

Desde ya, no se trata de una transformación aislada, porque somos seres gregarios, sociales, y todo proceso de cambio social es colectivo, por más que pueda explicarse pensándolo desde el individuo y su condición de sujeto.

Si el desarrollo cognitivo depende, como sabemos, de las relaciones sociales, si el aprendizaje es un proceso social, también es cierto que el sujeto no es un mero receptor de contenidos que repite el discurso establecido.

Hay una apropiación y una transformación que, desde el aprendizaje social, construye al sujeto individual en ese mismo recorrido. Es decir, pude ocurrir lo contrario de lo que se propone la máquina cultural (es decir, que el sujeto se transforme en un reproductor del discurso que sostiene el sistema).

Porque la tendencia del sistema es la de sostener el funcionamiento del orden de cosas tal que las relaciones de dominación no se alteren.  Que a nadie se le ocurra disputarle el poder a la clase dominante.

Ese es el discurso y el mensaje que se debe sostener para que la máquina capitalista funcione, y eso es lo que hace la familia, la escuela, la fábrica.

Todo lo demás está constituido por las hipérboles y los recursos lingüísticos que pueden ser de lo más sofisticados, hasta pueden ser contestatarios. Pero si miramos bien (y para mirar bien tenemos que determinar de dónde proviene ese discurso que estamos analizando) detrás de toda esa parafernalia, se oculta la repetición de lo mismo.

Pero el poder del Estado no es el único que existe (entiéndase, nos referimos al poder del Estado en tanto organismo de dominación de clase, por lo tanto, hablamos del poder de la clase dominante).

El poder tiene su contrapartida en el contra poder, en el poder que construye o va construyendo el enemigo de clase: es el poder de la clase obrera, que también desarrolla su ideología, sus construcciones discursivas y no discursivas, sus instituciones.

Tenemos ahí, entonces, un enfrentamiento de poderes. Lo que ocurre, es que el poder de la clase dominante, por el hecho de serlo, resulta mucho más efectivo, mucho más desarrollado, mucho más potente que aquél construido y ejercido por la clase oprimida y explotada.

Y esto resulta así, sencillamente, porque la burguesía es la dueña de los medios de producción, y los trabajadores no tenemos nada, nada más que nuestra fuerza de trabajo, y estamos obligados a vendérsela a los patrones.

Por supuesto, la burguesía cuenta con el Estado: maneja enormes recursos y resortes para construir infinidad de redes sociales, culturales, discursivas y no discursivas.

Como ya dijimos, elabora los programas educativos, posee las fuerzas represivas, tiene los recursos económicos ya que son manejados por las grandes corporaciones. Una de las claves es la del control ideológico, que recurre en especial a la utilización de los dispositivos discursi- vos: escuela, y medios de comunicación masiva.

Esto es fundamental. Porque la escuela y los medios son los canales a través de los cuales la clase dominante impregna a la sociedad de su discurso, que pretende ser hegemónico. El objetivo fundamental, a quien se dirige la acción de eso dispositivos, es la familia. La familia toma esos discursos y los replica a la manera de un contrato social: yo repito (de manera inconsciente) toda una serie de fragmentos de discurso, (la ideología de la clase dominante) y a cambio obtengo un lugar en el entramado social, en suma, un puesto de trabajo, un lugar en el funcionamiento del sistema.

Algunos autores llaman a esto Contrato Narcisista, pero esos análisis están alejados del contexto de la lucha de clases.

Y eso no es casual.

En esos análisis, se insinúa la idea de que, si no soy parte, si no firmo, digamos, ese contrato, si no acepto repetir el mismo mensaje para que la familia reproduzca un determinado orden social, quedo por fuera del juego.

Es decir, no obtengo mi lugar. ¿Y qué ocurre si no obtengo mi lugar? Me transformo en un marginal, un paria, un don nadie, o puedo llegar también a enfermar. Enfermar psicológicamente. (psicosis, depresiones severas, trastornos graves del pensamiento). Esto es lo que pasa cuando los autores, los especialistas, están absolutamente colonizados en su desarrollo intelectual.

Sus conceptos tienen un límite, impuesto por el sistema de dominación: en el caso recién citado, o respeto el contrato narcisista, o me vuelvo loco o marginal. No se contempla la idea de que, por ejemplo, desde mi lugar de explotado y oprimido, pueda mi vida tener otro destino, mancomunado con los intereses de sujetos que se encuentren en similar posición.

Y, sin embargo, la revolución socialista no la van a hacer los marginales, los dejados a un costado del camino; la van a hacer los trabajadores y el pueblo, con el protagonismo esencial de lo más avanzado de la clase. Y, además, tiene que existir un Partido Revolucionario. (destacamento de la vanguardia de la clase).

Por lo tanto, deben darse toda una serie de condiciones para que la clase explotada, bajo la dirección política del Partido, sea la protagonista del proceso revolucionario, en el contexto del ya elevado nivel de enfrentamiento en la lucha de clases.

Así es que la clase obrera y el pueblo deciden (es solo una forma de expresión) romper, pero esta vez de manera masiva, el contrato social ofrecido por el discurso oficial, el de la educación, el de la cultura dominantes, el que encuentra su fuente en el sistema de explotación, en las relaciones de producción capitalistas.

Volvamos un minuto a la cuestión de los marginales, de los excluidos, para los cuales por supuesto, el Estado de la burguesía ha construido sus instituciones. (Porque algo tenían que hacer con la marginalidad, con los caídos del sistema).

Sabemos muy bien, por ejemplo, que los hospitales psiquiátricos, los hospicios, son un invento del sistema capitalista de producción. Lo mismo podemos decir de las cárceles, entendidas como lugares para cumplir un castigo, medido en tiempo.

Antes del siglo XVIII, no había lugares de internamiento para los llamados enfermos mentales. No había tratamientos. Se dirá, las ciencias humanas avanzaron y encontraron los métodos para contener y tratar enfermedades que existían desde siempre.

Más bien, las ciencias humanas se fueron desarrollando al ritmo de las máquinas industriales y el acrecentamiento del capital, y se transformaron en nuevos saberes y dispositivos de intervención y control social.

La psiquiatría, el higienismo, la psicología, la sociología, la pedagogía, se encuentran en esa larga lista de saberes nacidos en los siglos XVII y XVIII, de la mano de los avances primero de las ciencias de la naturaleza, aventados luego por el iluminismo y la  firmeza de la voluntad racional, preparando el camino para la Revolución Francesa (una de las tantas revoluciones burguesas), bandera de las libertades y los derechos del hombre y el ciudadano, necesidad imperiosa de la burguesía para justificar la libertad de negocios y la explotación del hombre por el hombre.

Queremos decir con esto que las instituciones y las disciplinas destinadas al “tratamiento” de estas condiciones humanas de la marginalidad, fueron y son herramientas necesarias del naciente Estado de la burguesía, para aislar, contener y controlar a estos elementos sociales que circulan por fuera de la órbita de la producción.

Sin embargo, hay que decirlo, esas instituciones y disciplinas justifican también enormes presupuestos en salud, en educación, ahí se enseña y se entrena al “capital humano” destinado a ejercer esa función de control social mencionada antes, y no solo destinada a la marginalidad.

Seguimos, entonces refiriéndonos a la cuestión del Estado y sus dispositivos de poder. Nos detenemos en uno en especial, ya que estuvimos hablando de trastornos psíquicos: nos referimos a ese control social que se ejerce sobre cada uno de nosotros y que se asienta en las funciones de lo que llamamos el superyó. Vamos a intentar expresarnos con claridad, ya que la idea es que el escrito sea comprensible para el lego; el experto sabrá aplicar su indulgencia.

El Estado burgués es inteligente. La clase dominante está atravesando una crisis política sin precedentes, que es en definitiva la crisis terminal del capitalismo mundial, pero sabe hacer las cosas.

En lo que hace al control, la manipulación y la dominación de las conciencias, lleva siglos de entrenamiento sistemático, en consonancia con el desarrollo de las ciencias humanas, como ya se ha señalado. Desde el punto de vista de la lucha de clases, y en perspectiva con la cuestión de la ideología, las prácticas discursivas en particular resultan de importancia vital para lograr esa dominación.

El objetivo general es claro, y el mismo para todos los niveles en los que se desarrolla esta lucha: desde la mirada de la clase dominante, se persigue el objetivo de mantener la propiedad privada de los medios de producción, de obtener el nivel de productividad necesario para contener la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, sostener la explotación de manera tal que termine siendo aceptada por el conjunto social.

Naturalmente, esto no quiere decir que su gestión sea siempre exitosa. (la lucha de clases es más o menos visible, más o menos violenta, pero inevitable: hoy atravesamos una etapa de resistencia activa). En el uso de las prácticas discursivas, el papel que juegan los medios de comunicación masiva es esencial. Lo mismo podemos aseverar del sistema educativo.

Pero también podemos hallar los rastros de esta intervención vigilante en otros espacios de control: los discursos referidos al cuidado de la salud, particularmente en lo atinente a la salud mental tanto para el individuo como para las poblaciones. Control de las poblaciones, control del individuo.

Por ejemplo, en el siglo XVIII y en especial en su segunda mitad, la cuestión de la sexualidad en la adolescencia y en el niño se transformó en un tema de Estado.

Se termina aceptando la existencia de la sexualidad infantil, pero se condena la masturbación por considerarse una práctica nociva para la salud y la mente de niños y adolescentes.

Entonces, se comienza a vigilar la práctica masturbatoria en las salas clínicas, aparece el tema en el discurso oficial referido a la salud, y en especial en los colegios, la sexualidad adolescente se transforma en un problema digamos médico, susceptible de intervención.

Es una forma de controlar los cuerpos, los individuos. Pero lo que debemos entender es que en realidad el control de la sexualidad, que pasa a ser una preocupación de la salud pública, es en realidad el camino, la vía regia de acceso al sujeto, en tanto de ese modo se lo puede vigilar. De este modo, la sexualidad pasa a constituirse en instrumento para disciplinar. Esto es lo importante. Y si las cosas se salen de curso, aparece la intervención del especialista: el médico psiquiatra, el psicólogo.

Se trata solo de un ejemplo, pero es un ejemplo importante. La vigilancia, el control, la dominación, apuntan a evitar el desmadre, el desborde social, el clima revolucionario.

Es decir que se trata de técnicas que atentan de manera directa contra una parte importante de lo que podemos llamar las condiciones subjetivas (completamente necesarias) para que se desarrolle un proceso revolucionario.

 Así, debemos entender que el Estado y sus instituciones saben muy bien aprovecharse de la constitución psíquica del sujeto para vigilarlo mejor.

Y para vigilar y controlar a la población utiliza sus herramientas, siendo la privilegiada de ellas, como venimos señalando, la de la educación. En la escuela burguesa se forma el obrero, y se vigila al niño.  Volvemos con esto a la función del superyó.

Tratemos entonces, para beneplácito del lego y horror del especialista, de colocar algunas palabras al respecto. En términos psicoanalíticos, el superyó es una instancia psíquica que Freud describe cuando desarrolla la segunda tópica del aparato psíquico (1).

Se forma luego del complejo de Edipo, y contiene dentro de sí las exigencias parentales y toda una serie de prohibiciones que vigilan y censuran al yo del sujeto de manera permanente.

Entiéndase, estamos tratando de ser lo más didácticos posible, ya que estos conceptos no pueden aprehenderse con tanta facilidad.

El superyó vigila al yo para que éste no ceda a la tentación de los deseos prohibidos. Por lo tanto, podemos decir que cada uno de nosotros lleva incorporada, como diría Freud, una especie de guarnición militar en la ciudad conquistada. ¿Qué mejor vigilancia que aquella que podemos ejercer sobre nosotros mismos?

Por supuesto, en general el superyó colabora para que el yo reprima aquellas representaciones que son portadoras de mociones pulsionales que se constituyen en exigencias para el yo, que tienden a elevar su nivel de intensidad para que éste acceda al cumplimiento de esos deseos reprimidos.

Pero, sucede que el yo sólo puede soportar ciertos niveles de excitación, de carga energética podemos decir, pasado el cual el placer se transforma en displacer.

Y no se puede transgredir el principio del placer (que consiste en mantener lo más bajo posible el nivel de excitación dentro del yo).

El discurso social dominante, decíamos, se vale de esta debilidad de la constitución psíquica. La utiliza a su favor para mantener los deseos (y no sólo los sexuales) del sujeto a raya.

Es que los deseos pueden llegar a ser realmente muy peligrosos para la estabilidad del conjunto social y los intereses de la máquina cultural. El superyó se vale de una herramienta muy peculiar: el sentimiento de culpa.

El deseo es inconsciente e indestructible, pero cuando el yo percibe algo del orden de una representación psíquica que es portadora de algo del orden del deseo, da la señal de angustia y se activa la represión. Por lo tanto, la resultante de todo esto es la neurosis y la formación de sus síntomas (obsesiones, depresión, ataques de pánico, somatizaciones).

La cultura utiliza a su favor el funcionamiento del aparato psíquico, trabajando sobre el sentimiento inconsciente de culpa. El superyó es un gendarme a través del cual introyectamos los mandamientos de la máquina cultural.

A esta solo le interesan el orden y la regularidad, la repetición de lo mismo, en todos los terrenos: económico, social, familiar. Funciona como una máquina, de la cual los sujetos somos sus engranajes.

Pero existe la lucha de clases, que se opone de manera firme a los intereses de la cultura tal y como esta se manifiesta desde los inicios del modo de producción capitalista.

Es a partir de este descubrimiento que podemos repensar los espacios terapéuticos: no ya como recursos y mecanismos que replican el control social para que los sujetos funcionen al modo que le conviene al sistema, sino como herramienta de liberación que oriente hacia la toma de conciencia, hacia el descubrimiento de este mecanismo de control que tenemos interiorizado, no sólo para deshacer los síntomas y rectificar la posición del sujeto en relación a su neurosis, sino también para correr el velo a este mecanismo de control y dominación que lo ubica como agente de repetición de los intereses de la cultura. Digamos que la terapia debiera ayudar a descubrir el “polo revolucionario” del aparato psíquico.

Quizá la terapia del futuro se pueda transformar en este sentido, en una herramienta de liberación. Lo mismo podríamos decir del sistema educativo: educación para la revolución, en el más amplio de los sentidos.

Pero para rehacer el sistema educativo, debemos primero educarnos los educadores. Pasar por el proceso de la toma de conciencia de lo que hacemos como agentes más o menos inconscientes de reproducción del sistema que impone la máquina cultural, y trabajar para que el proceso educativo favorezca por parte del sujeto una apropiación de herramientas que horaden la piedra, pequeñas piquetas que agujereen la pared del saber instituido, pero no para dar la vuelta y terminar en el mismo lugar (humanismo, reformismo, economicismo, progresismo) sino para transformar al conjunto de la sociedad, con otros y en el marco del aprendizaje social.

En este sentido, el papel de los y las educadoras resulta fundamental. Lo mismo podríamos decir de casi todas las ciencias humanas. Particularmente las que se dedican a la salud mental ya que, si realmente queremos que los espacios terapéuticos dejen de ser instrumentos de control social, debemos repensar los tratamientos y la escucha, acompañar el trabajo subjetivo de elevación de la conciencia de clase, y ayudar a comprender que millones de explotados y oprimidos, nuestros compañeros de trabajo, de estudio, de la vida, padecen y sufren la intervención permanente de esas instituciones que persisten en mantener nuestro aislamiento y nuestro temple revolucionario a raya.

Detrás de la represión de cada deseo, detrás de cada síntoma y del padecimiento que conlleva para el sujeto, existe un nivel más profundo, un mecanismo psíquico que se empeña en ocultar nuestro lugar como sujetos sociales, afectados por el accionar del superyó cultural.

Indudablemente, ese mecanismo brinda servicios enormes a los intereses de la burguesía.

Deberíamos tener esto presente las y los trabajadores de las llamadas ciencias humanas (educadores/as, terapeutas, sociólogos/as, etc.) en todos los espacios en los que nos toca trabajar con nuestros compañeros y compañeras de clase. Para transformarlos en espacios de rebelión.

(1) Si bien persiste el debate sobre la complementariedad de las concepciones marxistas y freudianas, es sumamente útil a los fines del presente artículo el uso de los conceptos estudiados por el médico austríaco.

Para seguir leyendo

PRT. La Comuna 126, Agosto, 2023

LC-126-Agosto-2023-A4-Color

La Comuna / El Combatiente

https://revistaamericarebelde.info/argentina-prt-el-combatiente-y-la-comuna/

Página Oficial PRT

https://prtarg.com.ar/

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